Un pobre beduino llamado Harith, vivía desde siempre en el desierto. Su existencia era muy dura: comía insectos y, de vez en cuando, un puñado de dátiles o un poco de leche. Cazaba ratas para aprovechar su piel y hacía cuerdas con las fibras de las palmeras, que intentaba vender en las caravanas.
Sólo bebía el agua salobre que encontraba en los pozos enfangados.
Cierto día, apareció un nuevo río en la arena. Harith probó aquella agua desconocida, que era amarga y salada, e incluso un poco turbia. Pero le pareció que el agua del verdadero Paraíso acababa de deslizarse por su garganta. Llenó dos botas de piel de cabra, una para él y otra el califa Harun Al-Rashid, y se puso en camino hacia Bagdad.
A su llegada, tras un penoso viaje, les contó su historia a los guardias y fue llevado ante el soberano. Harith se postró a sus pies y le dijo:
— No soy más que un pobre beduino y no conozco nada más que el desierto, pero lo conozco bien. Conozco todas las aguas que allí se pueden encontrar. Por eso he decidido traerte ésta para que la pruebes.
Harun Al-Rashid probó el agua del río amargo. Toda la corte lo observaba. Bebió un buen trago y su rostro no expresó ningún sentimiento. Se quedó pensativo un instante y de pronto pidió que el hombre fuera llevado y encerrado, con la orden estricta de que no viese a nadie. El beduino, sorprendido y decepcionado, fue encerrado en una celda.
— Lo que para él es el agua del Paraíso —dijo el califa a su corte—, no es más que una desagradable bebida para nosotros. Pero tenemos que pensar en la felicidad de ese hombre.
Al caer la noche, hizo traer nuevamente al beduino. Ordenó a sus guardias de que lo acompañasen de inmediato hasta la entrada del desierto, sin permitirle ver ni el río Tigris ni ninguna de las fuentes de la ciudad, sin darle otra agua que la suya para beber.
Cuando el beduino se iba del palacio en la oscuridad de la noche, vio por última vez al califa. Éste le dio mil monedas de oro y le dijo:
— Te doy las gracias. Te nombro guardián del agua del Paraíso. La administrarás en mi nombre. Vigílala y protégela. Que todos los viajeros sepan que te he nombrado para tal puesto.
El beduino, feliz, besó la mano del gran califa y regresó rápidamente a su desierto.
Cuento popular árabe.
martes, 20 de octubre de 2009
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