Al emperador de China le regalaron cincuenta y cinco magníficos jarrones de la porcelana más fina. Era tanto su valor que el soberano hizo construir un palacio para guardarlos y encargó su cuidado a un mandarín. Sólo él podía protegerlos y quitarles el polvo delicadamente.
— ¡Si alguien rompe alguno, lo pagará con su cabeza! —amenazó el emperador.
El mandarín puso todo su empeño en la tarea pero, una tarde, tropezó con un jarrón, que cayó a tierra y se rompió. Y al día siguiente, rodó por tierra también la cabeza del guardián. Más tarde, otros dos mandarines corrieron la misma suerte.
El cargo era tan peligroso que nadie en la corte tenía el valor de aceptarlo. Al fin, se presentó un viejo sabio, tranquilo y sonriente.
— Yo —dijo— tengo ya ochenta años y, aun si me va mal, pierdo poco.
Sus modales agradaron tanto al emperador que lo aceptó. Pero, inmediatamente después de asumir sus funciones, el anciano tomó un grueso palo y rompió todos los jarrones. Fuera de sí el soberano gritó:
— Insensato, ¿qué has hecho?
— He salvado la vida de cincuenta y uno de vuestros mejores súbditos.
El Emperador pensó en ello durante un segundo. Después, comprendió y lo hizo su consejero.
Cuento popular chino.
jueves, 10 de junio de 2010
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