Cierto día, el Gran Rabino, que estaba cumpliendo con uno de sus habituales y largos viajes, aceptó la invitación de una familia acomodada del pueblo para descansar unos días y así recuperarse del esfuerzo.
Sus anfitriones lo trataron espléndidamente, abrumándolo con atenciones y agasajos. El Rabino, por su parte, intentó transmitirles todo lo que pudo de la sabiduría propia de los años y el estudio.
Era ya el atardecer del primer día cuando se retiró a su cuarto para descansar.
Sentado junto a una ventana, de pronto vio cómo una señora casi anciana salía de la casa cargando unos cubos vacíos en dirección al río. Luego de un largo rato, la vio volver con los cubos rebosantes de agua y agitada por un esfuerzo.
El Rabino se quedó meditando y, finalmente, se decidió a dormir.
Temprano por la mañana, sus anfitriones le llevaron una gran jarra de agua y una palangana para que se higienizara. Al ver que no se lavaba, horrorizados, le preguntaron:
— Pero… Rabí… ¿como es posible que no cumpla con el precepto de lavarse?
— Lo que sucede —respondió el Rabino—, es que si un precepto sirve para hacer sufrir al prójimo, deja de ser un precepto; y es peor cumplirlo que dejar de hacerlo. Si utilizo el agua, soy el responsable de dar mayor trabajo a esa pobre anciana que va a buscarla.
Cuento de la tradición jasídica.
viernes, 16 de abril de 2010
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