Varios siglos atrás, camino a Atenas, se encontraron dos poetas, y les alegró verse.
Uno de ellos le preguntó al otro:
— ¿Qué has compuesto últimamente, y cómo suena en tu lira?
El otro poeta respondió con orgullo:
— Acabo de terminar el más grande de mis poemas, quizás el más grande poema que se haya escrito en Grecia. Es una invocación a Zeus Olímpico.
Entonces extrajo de abajo de su capa un papiro diciendo:
— Helo aquí, lo llevo conmigo, y desearía leértelo. Ven, sentémonos a la sombra de aquel ciprés blanco.
Y el poeta leyó su poema. Y era un extenso poema.
— Es un gran poema —dijo el otro poeta amablemente—. Vivirá a través de los años, y en él serás glorificado.
— Y tú, ¿qué has escrito durante estos últimos días? —preguntó con calma el primero.
— He escrito poco —respondió el otro. Sólo ocho líneas en memoria de un niño jugando en un jardín. Y recitó sus líneas.
— No está mal. No está mal —comentó el primer poeta. Y se separaron.
Y hoy, luego de dos mil años, las ocho líneas del poeta son leídas en todos los idiomas, y son amadas y apreciadas... Y aun cuando el otro poema ha vivido también a través de los años en librerías y en los textos escolares, y a pesar de ser recordado, ni es amado ni leído.
Cuento de Gibran Khalil Gibran.
viernes, 16 de julio de 2010
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