Todos los meses, el discípulo debía relatar por escrito al maestro sus progresos espirituales, por lo que el primer mes de su aprendizaje le escribió:
“Siento una expansión de la conciencia y experimento mi unión con el universo”.
El maestro leyó la nota y la arrojó al cesto de la basura. El siguiente mes, el discípulo escribió:
“Al fin he descubierto que la divinidad está presente en todas las cosas que nos rodean”.
El maestro volvió a arrojar a la basura aquel escrito y, con paciencia y resignación, esperó el próximo mensaje. En él, el discípulo manifestaba entusiasmado:
“El misterio del Uno y lo múltiple le ha sido revelado a mi asombrada mirada”.
Esta vez, el maestro bostezó largamente antes de tirar el papel al cesto.
La siguiente misiva rezaba:
“Nadie nace, nadie vive, nadie muere, porque el yo no existe”.
La tristeza del maestro no tuvo límites. Alzó sus manos al cielo, pidió clemencia para sí y para su discípulo y esperó con resignación el siguiente mensaje, pero éste no llegó.
Pasó un mes, tres meses, cinco meses, un año… El maestro imaginó que su alumno había olvidado la obligación de mantenerlo informado. No obstante, se dijo que esperaría lo que hiciera falta.
Pasaron todavía unos meses más hasta que, por fin, una mañana llegó el siguiente mensaje:
“Y, ¿a quién le importa?”
Cuando el maestro leyó estas palabras, su rostro se iluminó de satisfacción y dijo:
— ¡Gracias a Dios, al fin lo ha logrado!
Cuento de la tradición sufí.
lunes, 8 de febrero de 2010
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