Había una vez una tigresa preñada, que merodeaba desde hacía muchos días sin encontrar ninguna presa para comer. De pronto, avistó un rebaño de cabras salvajes que pastaban en un prado y se abalanzó hacia ellas. Ya sea por el agotamiento o por el esfuerzo, se le produjo el parto y luego murió. Entonces, las cabras, que se habían dispersado, volvieron al campo de pastoreo y hallaron al tigrecito recién nacido dando débiles gemidos junto a su madre.
Conmovidas, las cabras adoptaron al cachorro, lo amamantaron junto con sus propias crías y lo cuidaron cariñosamente. Así, el pequeño se acostumbró a jugar con los otros cabritos, aprendió a hablar el lenguaje de sus madres adoptivas y a masticar las tiernas briznas de pasto con sus colmillos afilados. Aunque la dieta vegetariana lo tenía muy flaco, creció y se convirtió en un tigre adolescente.
Una noche, el rebaño fue atacado por un tigre viejo y feroz. De nuevo las cabras se dispersaron pero el cachorro se quedó donde estaba, sin sentir ningún temor y masticando unas hojas de hierba. El anciano atacante se acercó a él y lo miró con sus ojos de fuego amarillo.
— ¿Qué haces aquí, entre estas cabras? — preguntó con voz de trueno — ¿Qué es lo que estás masticando?
El aspecto y el rugido aterrador del recién llegado asustaron al joven tigre, que comenzó a dar balidos lastimeros. Esto exasperó al anciano, que bramó diciendo:
— ¿Por qué haces ese ruido tonto?
Y antes de que el tigrecito pudiera responder, lo tomó fuertemente de la nuca con sus dientes y lo sacudió de un lado a otro, como si quisiera hacerlo reaccionar. Luego, lo llevó hacia un charco cercano y lo puso en el suelo, obligándolo a que se mirase en la superficie del agua iluminada por la luna.
— Mira estas dos caras. ¿No son iguales? Tú tienes la cara redonda de un tigre. Es como la mía. ¿Por qué crees ser una cabra? ¿Por qué balas? ¿Por qué comes pasto?
El pequeño estaba mudo por la sorpresa pero continuó mirando y comparando ambos reflejos. Se sintió asustado y comenzó a gemir. Entonces, el anciano lo llevó a su guarida y le ofreció un pedazo de carne cruda. El cachorro se estremeció de repugnancia pero el tigre de la selva, sin hacer caso del débil balido de protesta le ordenó con un rugido:
— ¡Tómala, cómela, trágala!
El tigrecito se resistía pero el viejo lo obligó a masticar la carne. La dureza del bocado le resultaba extraña y estaba a punto de empezar a balar de nuevo cuando sintió el gusto de la sangre. Quedó asombrado y comenzó a experimentar un raro placer que lo impulsó a tomar otro trozo... y otro más. Una fuerza cálida nacía en sus entrañas, corría por sus huesos y se expandía por sus músculos. Se lamió el hocico. Luego se incorporó y abrió la boca como para lanzar un enorme bostezo, como si se estuviera despertando de un largo sueño. Desperezándose, arqueó el lomo, extendió y sacó sus garras. Su cola azotaba el suelo y de pronto, desde su garganta, estalló el terrible y triunfante rugido del tigre.
Entre tanto, el severo maestro había estado observando atentamente la transformación del joven discípulo. Entonces le dijo:
— ¿Ahora sabes quién eres? ¡Ven, iremos a cazar juntos por la selva!
Cuento de la tradición hindú
martes, 3 de marzo de 2009
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2 comentarios:
Hola Graciela, gracias por el cuento. Sí, necesitamos que nos despierten a lo que somos realmente, un abazo :-)
Graciela qué aleccionador !!!!!
Tarde o temprano, sin importar entornorepresión o circunstancia, nuestra verdadera naturaleza (para bien o para mal) sale a superficie, y en general, rugiendo !!!!!
Un enorme abrazo de tu seguidora.
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