El discípulo atraviesa el país en busca del maestro predestinado. Sabe su nombre: Tilopa; sabe que es imprescindible. Lo persigue de ciudad en ciudad, siempre con atraso.
Una noche, famélico, llama a la puerta de una casa y pide comida. Sale un borracho y con voz estrepitosa le ofrece vino. El discípulo rehúsa, indignado. La casa entera desaparece; el discípulo queda solo en mitad del campo; la voz del borracho le grita: “Yo era Tilopa”.
Otra vez, un aldeano le pide ayuda para cuerear un caballo muerto; asqueado, el discípulo se aleja sin contestar; una burlona voz le grita: “Yo era Tilopa”.
En un desfiladero, un hombre arrastra del pelo a una mujer. El discípulo ataca al forajido y logra que suelte a su víctima. Bruscamente se encuentra solo y la voz le repite: “Yo era Tilopa”.
Llega, una tarde, a un cementerio; ve a un hombre agazapado junto a una hoguera de ennegrecidos restos humanos; comprende, se prosterna, toma los pies del maestro y los pone sobre su cabeza. Esta vez, Tilopa no desaparece.
Cuento de Alexandra David-Néel.
martes, 25 de mayo de 2010
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