Un emperador salía de su palacio para dar un paseo matutino cuando se encontró con un mendigo. Tal como era la costumbre imperial, le preguntó:
— ¿Qué quieres?
El mendigo se rió y dijo:
— Me lo preguntas como si tú pudieras satisfacer mi deseo.
Molesto por la respuesta, el monarca replicó:
— Por supuesto que puedo satisfacerlo. Simplemente, dime cuál es.
Imperturbable, el mendigo dijo:
— Piénsalo dos veces antes de realizar esa promesa.
— Te daré cualquier cosa que pidas —afirmó el emperador, picado en su amor propio—. Soy muy poderoso y no hay nada que tú desees que yo no pueda darte.
— Pues bien, aquí está mi escudilla, ¿puedes llenarla con algo?
Inmediatamente, el monarca llamó a uno de sus servidores y le ordenó que llenara de dinero el recipiente. Pero en cuanto lo hizo, el dinero desapareció. Una y otra vez repitió la operación, pero la escudilla del mendigo permanecía siempre vacía.
Muy pronto, el rumor de lo que sucedía corrió por toda la ciudad y una gran multitud se reunió frente al palacio. El prestigio del emperador estaba en juego y éste les dijo a sus servidores:
— Estoy dispuesto a perder mi imperio, pero este mendigo no debe derrotarme.
Diamantes, perlas, esmeraldas... El tesoro se iba vaciando y la escudilla parecía no tener fondo. Todo lo que se colocaba en ella desaparecía instantáneamente.
Atardecía y la gente guardaba un profundo silencio cuando el emperador admitió su derrota.
— Has ganado —le dijo al mendigo—, pero antes de que te vayas, satisfaz mi curiosidad. ¿De que esta hecha tu escudilla?
El mendigo sonrió y dijo:
— Está hecha del mismo material que la mente humana. Simplemente, está hecha de deseos.
Cuento de origen desconocido.
martes, 22 de septiembre de 2009
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