Cierto mercader envió a su hijo al más sabio de todos los hombres para que aprendiera el secreto de la felicidad. El muchacho anduvo muchos días, hasta que llegó a un castillo en lo alto de una montaña.
Cuando finalmente lo recibió, el sabio escuchó el motivo de la visita y luego le entregó una cucharita colmada de aceite mientras le decía:
—Recorre el castillo y contempla sus riquezas, pero no permitas que se derrame ni una gota de este aceite.
El muchacho comenzó su recorrido, manteniendo siempre los ojos fijos en la cucharita. Cuando regresó, el sabio le preguntó:
—¿Has visto las alfombras persas que hay en mi comedor? ¿Viste el jardín centenario? ¿Contemplaste los bellos pergaminos de mi biblioteca?
El joven, avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación era no derramar el aceite.
—Vuelve, pues, y conoce las maravillas de mi mundo —dijo el sabio—. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.
Ya más tranquilo, el muchacho retomó la cucharita y volvió a pasear por el palacio, fijándose esta vez en todas las obras de arte que poblaban el lugar. Al regresar, relató con pormenores lo que había visto.
— Pero, ¿dónde está el aceite que te confié? —preguntó el sabio.
Al mirar la cucharita, el joven se dio cuenta de que lo había derramado.
—Pues ése es el único consejo que te puedo dar —dijo el dueño del palacio—. El secreto de la felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo sin olvidarte nunca del aceite de la cucharita.
Cuento de origen desconocido.
domingo, 27 de febrero de 2011
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