Había una vez, en un lejano pueblo de la India, un alfarero que tenía como vecino a un lavandero. Este último era muy buen trabajador, siempre estaba alegre y tenía una clientela numerosa que pagaba generosamente su tarea de blanquear las telas con que los habitantes confeccionaban sus vestidos.
El alfarero, menos favorecido por la fortuna, envidiaba a su vecino en lo más profundo de su corazón, como si su prosperidad, adquirida tras largos años de trabajo, pudiera perjudicarlo. Hasta tal punto llegó su envidia, que evitaba saludarlo cada vez que lo encontraba por la calle y no perdía oportunidad de hablar mal de él, los domingos, en el mercado del pueblo.
Mientras tanto, el lavandero seguía trabajando activamente y era amable con todos, sin hacer caso del mal humor y de las críticas del alfarero. Finalmente, llegó un día en que el envidioso no pudo más y decidió jugarle una mala pasada. Se presentó ante el rey, que era un buen hombre, aunque poco inteligente y le dijo:
— El elefante de Vuestra Majestad es negro, pero yo sé que el lavandero, mi vecino, conoce un procedimiento exclusivo para blanquearlo. Si le ordenáis que lo haga, os convertiréis en el glorioso dueño de un elefante blanco.
Cuando el rey escuchó las palabras del alfarero, primero se sorprendió y luego estuvo a punto de echarse a reír, pero como desde hacía tiempo deseaba ardientemente tener un elefante blanco, se dijo que tal vez su súbdito tuviera razón. Y, sin pensarlo más, mandó llamar al lavandero y, ante la hilaridad de sus cortesanos, le dio la orden de blanquear su elefante.
Al oír tal orden, el lavandero pensó que se trataba de una broma, pero viendo el gesto grave del rey y recordando que era tan poco inteligente, se mantuvo serio. Inmediatamente adivinó de dónde venía el golpe y se limitó a responder:
— Señor, haré todo lo posible por ejecutar la orden de Vuestra Majestad. Pero, Vuestra Majestad no ignora que, en nuestra profesión, antes de lavar ponemos las prendas en remojo en un cacharro con agua y jabón y sólo después de tenerlas allí durante un tiempo, procedemos al lavado. Eso es lo que debo hacer con vuestro elefante, pero lo malo es que no tengo ningún cacharro lo suficientemente grande para él.
Entonces, el rey hizo llamar nuevamente al alfarero y le dijo:
— Voy a seguir tu consejo y a dar mi elefante a lavar, pero el lavandero necesita una gran tinaja para ponerlo en remojo. Te mando, pues, que hagas una lo suficientemente grande para ello.
Por un momento, el alfarero estuvo tentado de afrontar la cólera del rey contándole su engaño, pero la envidia pudo más y decidió emprender la tarea de construir el inmenso cacharro. Para ello, llamó en su ayuda a parientes y amigos, y juntó en su jardín una montaña de arcilla con la que fabricaron una tinaja capaz de contener a un elefante. Después, la llevaron ante el rey, quien la puso a disposición del lavandero.
Una vez llena de agua y jabón, los guardianes intentaron introducir al animal en la tinaja. Pero apenas el elefante puso una pata en ella, la arcilla se quebró en mil pedazos. Cuando el rey tuvo conocimiento del incidente, ordenó al alfarero que hiciera un segundo recipiente, que también se rompió; igual pasó con el tercero, con el cuarto y con muchos más.
Así, el alfarero debió dedicarse por completo a ese trabajo imposible y descuidó sus otros asuntos, con lo que terminó por arruinarse por completo. Y se hubiera muerto de hambre si el lavandero, que era un buen hombre, no hubiera sido el primero en tenderle una mano de reconciliación.
Cuento popular hindú.
lunes, 6 de julio de 2009
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