Fue a la entrada del pueblo de Ollantaytambo, cerca del Cuzco. Yo me había despedido de un grupo de turistas y estaba solo, mirando de lejos las ruinas de piedra, cuando un niño del lugar, enclenque, haraposo, se acercó a pedirme que le regalara una lapicera. No podía darle la lapicera que tenía, por que la estaba usando en no sé qué aburridas anotaciones, pero le ofrecí dibujarle un cerdito en la mano.
Súbitamente, se corrió la voz. De buenas a primeras me encontré rodeado de un enjambre de niños que exigían, a grito pelado, que yo les dibujara bichos en sus manitas cuarteadas de mugre y frío, pieles de cuero quemado. Había quien quería un cóndor y quien una serpiente, otros preferían loritos o lechuzas y no faltaban los que pedían un fantasma o un dragón.
Y entonces, en medio de aquel alboroto, un desamparadito, que no alzaba más de un metro del suelo, me mostró un reloj dibujado con tinta negra en su muñeca:
— Me lo mandó un tío mío que vive en Lima — dijo
— ¿Y anda bien? — le pregunté
— Atrasa un poco — reconoció.
Cuento de Eduardo Galeano.
domingo, 26 de julio de 2009
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2 comentarios:
esta lindo!! y si te das cuenta, a veces con cosas pequeñas podemos hacer que los que estan a nuestro elrededor sueñen... aunque algunas veces veces te encontres con cosas que te desarman completamente el alma
Me encanta este que ya conocía, pero no me canso de leerlo por toda la ternura que encierra
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