Había una vez tres hermanos que se dedicaban a vagabundear de una ciudad a otra, vivían de lo que la gente les daba y dormían donde la noche los encontraba. Hacía mucho tiempo que llevaban esta vida insegura y errante, y ya estaban cansados de ella.
Una noche, cuando cenaban alrededor de una hoguera en las afueras de un pueblo, se les acercó un anciano y les pidió permiso para sentarse con ellos y compartir su cena. Accedieron de buen grado, y el hombre les preguntó quiénes eran y a qué se dedicaban. Cuando supo que eran mendigos y que estaban cansados de esa vida, les dijo:
— Precisamente, yo estaba buscando a alguien como ustedes. Tengo un campo aquí cerca. Lo heredé de mi padre, que antes de morir me dijo que guardaba un tesoro. En mi juventud me dediqué a viajar y a divertirme y ahora, aunque quisiera, no podría dedicarme a buscar el tesoro porque soy demasiado viejo y no tengo la fuerza suficiente para cavar el campo. No tengo hijos ni parientes cercanos. Pronto moriré y el tesoro quedará escondido para siempre. Si quieren, ustedes que son jóvenes pueden aprovechar esta oportunidad. Les regalo el campo, con la condición de que empiecen a buscar el tesoro inmediatamente.
Los tres hermanos, locos de alegría, aceptaron sin dudar el regalo del viejo y le prometieron cavar sin descanso. A la mañana siguiente, el anciano los llevó hasta el campo y, deseándoles suerte, se marchó. Era un campo bastante grande. La tierra estaba dura y con todo el aspecto de no haber sido tocada jamás. Las malas hierbas y los cardos cubrían todo. No era una tarea fácil.
Aunque no habían trabajado nunca, los hermanos empezaron a cavar con entusiasmo. Antes de eso, tuvieron que quemar la maleza y arrancar las raíces. Esta tarea les llevó un mes.
Al cabo de otro mes, apenas habían excavado la décima parte del campo. El entusiasmo del hermano mayor comenzó a decaer a medida que pasaba el tiempo. Tenía calambres en las manos y los pies destrozados, y el tesoro ya le estaba pareciendo un sueño inalcanzable. Un día, tiró la pala y les dijo a los otros dos:
— ¡Me voy! No hay tesoro en el mundo que me haga levantar a la madrugada para dedicarme a un trabajo tan duro por una recompensa incierta. Si alguna vez encuentran un tesoro, cosa que dudo, renuncio a él. ¡Adiós! — Y se fue, mientras los otros seguían cavando.
Pasaron el verano y el otoño. El campo estaba cavado en sus dos terceras partes y el tesoro todavía no había aparecido. Entonces, el segundo hermano le dijo al más chico:
— Creo que el viejo nos ha engañado. Ya cavamos casi todo el campo y el tesoro no aparece. Ahora llega el invierno. Hará mucho frío y nevará. Voy a irme a un país cálido y a olvidarme de todo este asunto. ¿Vendrás conmigo?
— No, hermano — contestó el menor —. De todas maneras, el campo está casi totalmente excavado. Además, confío en las palabras del viejo. Me quedo.
Así, el hermano menor se quedó solo en el campo y siguió cavando de la mañana a la noche. Y vino el invierno con sus nieves y luego la primavera, cargada de lluvias. Durante todo ese tiempo, el joven no había dejado de trabajar. Su cuerpo se había fortalecido con el ejercicio y la vida al aire libre.
Cuando el campo estuvo terminado, ya era el mes de noviembre y el joven había olvidado el motivo de su trabajo.
Pero el viento de septiembre había depositado en el campo miles de semillas que, con las lluvias de octubre, germinaron en aquella tierra rica y labrada durante todo el año. A su debido tiempo, le proporcionó al joven una abundante cosecha.
El hermano menor había encontrado por fin el tesoro que el campo guardaba. Un tesoro inagotable que, debidamente cuidado, le duró toda su vida.
Cuento de la tradición sufí
sábado, 24 de enero de 2009
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1 comentario:
Sin sacrificio, no hay frutos.
Muchas veces abandonamos la tarea antes de ver la recompensa.
Y no todos los tesoros tienen la forma que esperamos, a veces, nos sorprenden.
Muy aleccionador tu cuento.
Un beso.
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