Un anciano indio describió una vez sus conflictos interiores:
— Dentro de mí existen dos cachorros. Uno de ellos es cruel y malo, y el otro es bueno y dócil. Los dos están siempre luchando...
Entonces, le preguntaron cuál de ellos era el que acabaría ganando.
El sabio indio guardó silencio un instante y después respondió:
— Aquel a quien yo alimente mejor.
Cuento de la tradición hindú
sábado, 31 de enero de 2009
¿A cuál alimentas?
viernes, 30 de enero de 2009
Los tres hombres perceptivos
Hubo cierta vez tres hombres tan observadores y experimentados acerca de la vida que llegaron a ser conocidos como "los tres hombres perceptivos". En una ocasión, durante uno de sus viajes, encontraron a un camellero que les preguntó:
— ¿Habéis visto mi camello? Lo he perdido.
— ¿Es ciego de un ojo? — inquirió el primer hombre perceptivo.
— Sí — dijo el camellero.
— ¿Le falta uno de los dientes de adelante? — preguntó el segundo hombre perceptivo.
— Sí, sí — respondió el camellero.
— ¿Es cojo de una pata? — averiguó el tercer hombre perceptivo.
— Ciertamente — reconoció el camellero.
Los tres perceptivos aconsejaron al buen hombre que caminase en la misma dirección que ellos habían seguido hasta allí, pero en sentido contrario, y podría esperar encontrar su camello. Pensando que ellos lo habían visto, el camellero se apresuró a seguir su consejo. Pero no encontró al camello. Se apuró entonces a regresar para entrevistarse una vez más con los hombres, con el fin de que le dijeran qué debía hacer.
Los encontró al atardecer, en un lugar donde descansaban.
— ¿Carga su camello de un lado miel y del otro maíz? — preguntó el primer perceptivo.
— Sí, sí — dijo el hombre.
— ¿Lo monta una mujer embarazada? — preguntó el segundo perceptivo.
— Sí, sí — respondió el camellero.
— Ignoramos dónde está — dijo el tercer perceptivo.
Tras estas preguntas y esta negativa, el camellero llegó al convencimiento de que los tres perceptivos le habían robado el camello, la carga y el jinete y, por lo tanto, los demandó ante el juez, acusándolos de ladrones.
El juez consideró que había causa para desconfiar de ellos y los detuvo como sospechosos de robo, para llevar a cabo las consiguientes diligencias que confirmasen su culpa o los absolviesen de ella.
Algo más tarde, el camellero encontró al animal vagando por el campo. Regresó a la corte y pidió que los tres perceptivos fueran puestos en libertad.
El juez, que no les había dado hasta el momento oportunidad de justificarse, preguntó cómo podían saber tanto acerca del camello sin siquiera haberlo visto.
— Vimos las huellas de sus pisadas en el camino — dijo el primer perceptivo.
— Una de las marcas era más débil que las demás, por lo que deduje que era cojo — dijo el segundo perceptivo.
— Había mordisqueado los matorrales de un solo lado del camino, y por consiguiente tenía que ser ciego de un ojo — dijo el tercer perceptivo.
— Las hojas estaban rasgadas — continuó el primer perceptivo —, lo cual indicaba que había perdido un diente.
— Abejas y hormigas, en diferentes lados del camino, se amontonaban sobre algo depositado en él. Vimos que eran miel y maíz — explicó el segundo perceptivo.
— También encontramos algunos cabellos humanos tan largos que nos hicieron pensar que eran de mujer. Y estaban precisamente donde alguien había detenido al animal y se había apeado — declaró el tercer perceptivo.
— En el lugar donde la persona se sentó, observamos huellas de las palmas de ambas manos, lo que nos hizo pensar que había tenido que apoyarse, tanto al sentarse como al levantarse, y por ello dedujimos que debía estar embarazada — dijo el primer perceptivo.
— ¿Por qué no solicitaron ser oídos por el juez para presentar estos argumentos en defensa propia?
— Porque contamos con que el camellero seguiría buscando y no tardaría en encontrar a la bestia — dijo el primer perceptivo.
— Y que se sentiría lo suficientemente generoso como para reconocer su error y solicitar nuestra libertad — dijo el segundo perceptivo.
— También contamos con la curiosidad natural del juez, que lo llevaría a investigar — dijo el tercer perceptivo.
— Descubrir la verdad por sus propios medios sería más beneficioso para todos que el insistir en que se nos había tratado con impaciencia — dijo el primer perceptivo.
— Sabemos, por experiencia, que es mejor que la gente llegue a la verdad a través de lo que piensa por voluntad propia — dijo el segundo perceptivo.
— Ha llegado la hora de que nos marchemos porque nos espera una labor que debemos llevar a cabo.
Y los tres hombres perceptivos siguieron el destino que se habían marcado. Todavía se los encontrará trabajando por los caminos de la tierra.
Cuento de la tradición sufí
— ¿Habéis visto mi camello? Lo he perdido.
— ¿Es ciego de un ojo? — inquirió el primer hombre perceptivo.
— Sí — dijo el camellero.
— ¿Le falta uno de los dientes de adelante? — preguntó el segundo hombre perceptivo.
— Sí, sí — respondió el camellero.
— ¿Es cojo de una pata? — averiguó el tercer hombre perceptivo.
— Ciertamente — reconoció el camellero.
Los tres perceptivos aconsejaron al buen hombre que caminase en la misma dirección que ellos habían seguido hasta allí, pero en sentido contrario, y podría esperar encontrar su camello. Pensando que ellos lo habían visto, el camellero se apresuró a seguir su consejo. Pero no encontró al camello. Se apuró entonces a regresar para entrevistarse una vez más con los hombres, con el fin de que le dijeran qué debía hacer.
Los encontró al atardecer, en un lugar donde descansaban.
— ¿Carga su camello de un lado miel y del otro maíz? — preguntó el primer perceptivo.
— Sí, sí — dijo el hombre.
— ¿Lo monta una mujer embarazada? — preguntó el segundo perceptivo.
— Sí, sí — respondió el camellero.
— Ignoramos dónde está — dijo el tercer perceptivo.
Tras estas preguntas y esta negativa, el camellero llegó al convencimiento de que los tres perceptivos le habían robado el camello, la carga y el jinete y, por lo tanto, los demandó ante el juez, acusándolos de ladrones.
El juez consideró que había causa para desconfiar de ellos y los detuvo como sospechosos de robo, para llevar a cabo las consiguientes diligencias que confirmasen su culpa o los absolviesen de ella.
Algo más tarde, el camellero encontró al animal vagando por el campo. Regresó a la corte y pidió que los tres perceptivos fueran puestos en libertad.
El juez, que no les había dado hasta el momento oportunidad de justificarse, preguntó cómo podían saber tanto acerca del camello sin siquiera haberlo visto.
— Vimos las huellas de sus pisadas en el camino — dijo el primer perceptivo.
— Una de las marcas era más débil que las demás, por lo que deduje que era cojo — dijo el segundo perceptivo.
— Había mordisqueado los matorrales de un solo lado del camino, y por consiguiente tenía que ser ciego de un ojo — dijo el tercer perceptivo.
— Las hojas estaban rasgadas — continuó el primer perceptivo —, lo cual indicaba que había perdido un diente.
— Abejas y hormigas, en diferentes lados del camino, se amontonaban sobre algo depositado en él. Vimos que eran miel y maíz — explicó el segundo perceptivo.
— También encontramos algunos cabellos humanos tan largos que nos hicieron pensar que eran de mujer. Y estaban precisamente donde alguien había detenido al animal y se había apeado — declaró el tercer perceptivo.
— En el lugar donde la persona se sentó, observamos huellas de las palmas de ambas manos, lo que nos hizo pensar que había tenido que apoyarse, tanto al sentarse como al levantarse, y por ello dedujimos que debía estar embarazada — dijo el primer perceptivo.
— ¿Por qué no solicitaron ser oídos por el juez para presentar estos argumentos en defensa propia?
— Porque contamos con que el camellero seguiría buscando y no tardaría en encontrar a la bestia — dijo el primer perceptivo.
— Y que se sentiría lo suficientemente generoso como para reconocer su error y solicitar nuestra libertad — dijo el segundo perceptivo.
— También contamos con la curiosidad natural del juez, que lo llevaría a investigar — dijo el tercer perceptivo.
— Descubrir la verdad por sus propios medios sería más beneficioso para todos que el insistir en que se nos había tratado con impaciencia — dijo el primer perceptivo.
— Sabemos, por experiencia, que es mejor que la gente llegue a la verdad a través de lo que piensa por voluntad propia — dijo el segundo perceptivo.
— Ha llegado la hora de que nos marchemos porque nos espera una labor que debemos llevar a cabo.
Y los tres hombres perceptivos siguieron el destino que se habían marcado. Todavía se los encontrará trabajando por los caminos de la tierra.
Cuento de la tradición sufí
jueves, 29 de enero de 2009
Los tres peces
Había una vez tres peces que vivían en un charco. Uno de ellos era muy inteligente, el otro era un poco inteligente y el tercer pez era tonto. La vida transcurría para ellos como para los peces de cualquier lugar, hasta que un día llegó un hombre.
El hombre llevaba una red y el pez más inteligente lo vio a través del agua. Recurriendo a su experiencia, a los cuentos que había leído y a su habilidad, decidió ponerse en acción. "Hay pocos lugares para esconderse en este charco", pensó, "por lo tanto, fingiré estar muerto".
Reunió todas sus fuerzas y saltó fuera del charco, cayendo a los pies del pescador, quien quedó bastante sorprendido. Pero como el pez inteligente estaba conteniendo su respiración, el pescador pensó que estaba muerto y lo arrojó nuevamente al agua. Entonces, el pez se deslizó hacia una pequeña cavidad en la orilla.
El segundo pez, que era sólo un poco inteligente, no entendía del todo bien lo que estaba pasando. De modo que nadó hacia el pez más inteligente y le preguntó qué había hecho. El pez le respondió:
— Es simple. Fingí estar muerto. De este modo, el hombre me arrojó nuevamente al agua.
Entonces, el pez poco inteligente saltó inmediatamente fuera del agua, a los pies del pescador. "Qué extraño", pensó éste, "los peces están saltando a mi alrededor". Y como el pez poco inteligente había olvidado contener la respiración, el pescador se dio cuenta de que estaba vivo y lo puso en su bolsa.
Luego, se dio vuelta para observar atentamente dentro del agua y olvidó cerrar la solapa de la bolsa. El pez, entonces, aprovechó para liberarse y moviéndose a sacudidas logró saltar hasta el charco. Jadeante, nadó hacia la cavidad donde estaba escondido el primer pez y se quedó a su lado.
Mientras tanto el tercer pez, el tonto, no comprendió nada de lo que había pasado. Se acercó a los otros dos peces, que le contaron cada detalle, poniendo de relieve la importancia de no respirar para fingirse muerto.
— Muchísimas gracias — dijo el pez tonto —. Ahora entendí.
Diciendo esto, se arrojó fuera del agua y cayó junto al pescador.
Entonces, el pescador, que ya había perdido dos peces, puso al pez tonto en la bolsa sin molestarse en ver si respiraba o no. Pero esta vez cerró bien la solapa para que no se escapara. Luego tiró su red al charco sin ningún resultado, porque los otros peces estaban bien escondidos en la cavidad de la orilla.
Finalmente, el pescador se dio por vencido. Abrió su bolsa, comprobó que el pez tonto no respiraba y se lo llevó a su casa para el gato.
Cuento de origen desconocido
El hombre llevaba una red y el pez más inteligente lo vio a través del agua. Recurriendo a su experiencia, a los cuentos que había leído y a su habilidad, decidió ponerse en acción. "Hay pocos lugares para esconderse en este charco", pensó, "por lo tanto, fingiré estar muerto".
Reunió todas sus fuerzas y saltó fuera del charco, cayendo a los pies del pescador, quien quedó bastante sorprendido. Pero como el pez inteligente estaba conteniendo su respiración, el pescador pensó que estaba muerto y lo arrojó nuevamente al agua. Entonces, el pez se deslizó hacia una pequeña cavidad en la orilla.
El segundo pez, que era sólo un poco inteligente, no entendía del todo bien lo que estaba pasando. De modo que nadó hacia el pez más inteligente y le preguntó qué había hecho. El pez le respondió:
— Es simple. Fingí estar muerto. De este modo, el hombre me arrojó nuevamente al agua.
Entonces, el pez poco inteligente saltó inmediatamente fuera del agua, a los pies del pescador. "Qué extraño", pensó éste, "los peces están saltando a mi alrededor". Y como el pez poco inteligente había olvidado contener la respiración, el pescador se dio cuenta de que estaba vivo y lo puso en su bolsa.
Luego, se dio vuelta para observar atentamente dentro del agua y olvidó cerrar la solapa de la bolsa. El pez, entonces, aprovechó para liberarse y moviéndose a sacudidas logró saltar hasta el charco. Jadeante, nadó hacia la cavidad donde estaba escondido el primer pez y se quedó a su lado.
Mientras tanto el tercer pez, el tonto, no comprendió nada de lo que había pasado. Se acercó a los otros dos peces, que le contaron cada detalle, poniendo de relieve la importancia de no respirar para fingirse muerto.
— Muchísimas gracias — dijo el pez tonto —. Ahora entendí.
Diciendo esto, se arrojó fuera del agua y cayó junto al pescador.
Entonces, el pescador, que ya había perdido dos peces, puso al pez tonto en la bolsa sin molestarse en ver si respiraba o no. Pero esta vez cerró bien la solapa para que no se escapara. Luego tiró su red al charco sin ningún resultado, porque los otros peces estaban bien escondidos en la cavidad de la orilla.
Finalmente, el pescador se dio por vencido. Abrió su bolsa, comprobó que el pez tonto no respiraba y se lo llevó a su casa para el gato.
Cuento de origen desconocido
miércoles, 28 de enero de 2009
El préstamo
Un hombre les decía a sus amigos en una casa de té:
— Le presté a alguien una moneda de plata, y no tengo testigos. Ahora me preocupa que niegue haber recibido alguna vez algo de mí.
Los amigos lo compadecían, pero un sufí que estaba sentado en una esquina levantó la cabeza de entre sus rodillas y dijo:
— Invítalo y menciónale en una conversación delante de estas personas que le prestaste veinte monedas de oro.
— ¡Pero yo sólo le presté una moneda!
— Eso es exactamente lo que gritará — replicó el sufí —. Y todo el mundo lo oirá. Tú querías testigos, ¿no es verdad?
Cuento de la tradición sufí tomado de “La sabiduría de los idiotas”, de Idries Shah
— Le presté a alguien una moneda de plata, y no tengo testigos. Ahora me preocupa que niegue haber recibido alguna vez algo de mí.
Los amigos lo compadecían, pero un sufí que estaba sentado en una esquina levantó la cabeza de entre sus rodillas y dijo:
— Invítalo y menciónale en una conversación delante de estas personas que le prestaste veinte monedas de oro.
— ¡Pero yo sólo le presté una moneda!
— Eso es exactamente lo que gritará — replicó el sufí —. Y todo el mundo lo oirá. Tú querías testigos, ¿no es verdad?
Cuento de la tradición sufí tomado de “La sabiduría de los idiotas”, de Idries Shah
martes, 27 de enero de 2009
Movimiento y acción
A unos discípulos que no dejaban de insistirle en que les transmitiera palabras de sabiduría, el Maestro les dijo: "La sabiduría no se expresa en palabras, sino que se revela en la acción".
Pero cuando los vio metidos en actividades hasta las cejas, soltó una carcajada y dijo: "Eso no es acción. Es movimiento".
Cuento de la tradición taoísta
Pero cuando los vio metidos en actividades hasta las cejas, soltó una carcajada y dijo: "Eso no es acción. Es movimiento".
Cuento de la tradición taoísta
lunes, 26 de enero de 2009
La importancia de la luna
Nasrudín entró a una casa de té y exclamó:
— La luna es más útil que el sol.
— ¿Por qué? — le preguntaron.
— Porque por la noche todos nosotros necesitamos más luz.
Cuento de la tradición sufí
— La luna es más útil que el sol.
— ¿Por qué? — le preguntaron.
— Porque por la noche todos nosotros necesitamos más luz.
Cuento de la tradición sufí
domingo, 25 de enero de 2009
Soñando
El gran maestro Chuang Tzu soñó una vez que era una mariposa revoloteando aquí y allá. En el sueño no tenía conciencia de su individualidad como persona. Era sólo una mariposa. De pronto, se despertó y se encontró ahí acostado, una persona otra vez. Pero entonces pensó para sí mismo: "¿Era antes un hombre que soñaba ser una mariposa, o soy ahora una mariposa que sueña ser un hombre?".
Cuento de la tradición taoísta
Cuento de la tradición taoísta
sábado, 24 de enero de 2009
Los tres hermanos
Había una vez tres hermanos que se dedicaban a vagabundear de una ciudad a otra, vivían de lo que la gente les daba y dormían donde la noche los encontraba. Hacía mucho tiempo que llevaban esta vida insegura y errante, y ya estaban cansados de ella.
Una noche, cuando cenaban alrededor de una hoguera en las afueras de un pueblo, se les acercó un anciano y les pidió permiso para sentarse con ellos y compartir su cena. Accedieron de buen grado, y el hombre les preguntó quiénes eran y a qué se dedicaban. Cuando supo que eran mendigos y que estaban cansados de esa vida, les dijo:
— Precisamente, yo estaba buscando a alguien como ustedes. Tengo un campo aquí cerca. Lo heredé de mi padre, que antes de morir me dijo que guardaba un tesoro. En mi juventud me dediqué a viajar y a divertirme y ahora, aunque quisiera, no podría dedicarme a buscar el tesoro porque soy demasiado viejo y no tengo la fuerza suficiente para cavar el campo. No tengo hijos ni parientes cercanos. Pronto moriré y el tesoro quedará escondido para siempre. Si quieren, ustedes que son jóvenes pueden aprovechar esta oportunidad. Les regalo el campo, con la condición de que empiecen a buscar el tesoro inmediatamente.
Los tres hermanos, locos de alegría, aceptaron sin dudar el regalo del viejo y le prometieron cavar sin descanso. A la mañana siguiente, el anciano los llevó hasta el campo y, deseándoles suerte, se marchó. Era un campo bastante grande. La tierra estaba dura y con todo el aspecto de no haber sido tocada jamás. Las malas hierbas y los cardos cubrían todo. No era una tarea fácil.
Aunque no habían trabajado nunca, los hermanos empezaron a cavar con entusiasmo. Antes de eso, tuvieron que quemar la maleza y arrancar las raíces. Esta tarea les llevó un mes.
Al cabo de otro mes, apenas habían excavado la décima parte del campo. El entusiasmo del hermano mayor comenzó a decaer a medida que pasaba el tiempo. Tenía calambres en las manos y los pies destrozados, y el tesoro ya le estaba pareciendo un sueño inalcanzable. Un día, tiró la pala y les dijo a los otros dos:
— ¡Me voy! No hay tesoro en el mundo que me haga levantar a la madrugada para dedicarme a un trabajo tan duro por una recompensa incierta. Si alguna vez encuentran un tesoro, cosa que dudo, renuncio a él. ¡Adiós! — Y se fue, mientras los otros seguían cavando.
Pasaron el verano y el otoño. El campo estaba cavado en sus dos terceras partes y el tesoro todavía no había aparecido. Entonces, el segundo hermano le dijo al más chico:
— Creo que el viejo nos ha engañado. Ya cavamos casi todo el campo y el tesoro no aparece. Ahora llega el invierno. Hará mucho frío y nevará. Voy a irme a un país cálido y a olvidarme de todo este asunto. ¿Vendrás conmigo?
— No, hermano — contestó el menor —. De todas maneras, el campo está casi totalmente excavado. Además, confío en las palabras del viejo. Me quedo.
Así, el hermano menor se quedó solo en el campo y siguió cavando de la mañana a la noche. Y vino el invierno con sus nieves y luego la primavera, cargada de lluvias. Durante todo ese tiempo, el joven no había dejado de trabajar. Su cuerpo se había fortalecido con el ejercicio y la vida al aire libre.
Cuando el campo estuvo terminado, ya era el mes de noviembre y el joven había olvidado el motivo de su trabajo.
Pero el viento de septiembre había depositado en el campo miles de semillas que, con las lluvias de octubre, germinaron en aquella tierra rica y labrada durante todo el año. A su debido tiempo, le proporcionó al joven una abundante cosecha.
El hermano menor había encontrado por fin el tesoro que el campo guardaba. Un tesoro inagotable que, debidamente cuidado, le duró toda su vida.
Cuento de la tradición sufí
Una noche, cuando cenaban alrededor de una hoguera en las afueras de un pueblo, se les acercó un anciano y les pidió permiso para sentarse con ellos y compartir su cena. Accedieron de buen grado, y el hombre les preguntó quiénes eran y a qué se dedicaban. Cuando supo que eran mendigos y que estaban cansados de esa vida, les dijo:
— Precisamente, yo estaba buscando a alguien como ustedes. Tengo un campo aquí cerca. Lo heredé de mi padre, que antes de morir me dijo que guardaba un tesoro. En mi juventud me dediqué a viajar y a divertirme y ahora, aunque quisiera, no podría dedicarme a buscar el tesoro porque soy demasiado viejo y no tengo la fuerza suficiente para cavar el campo. No tengo hijos ni parientes cercanos. Pronto moriré y el tesoro quedará escondido para siempre. Si quieren, ustedes que son jóvenes pueden aprovechar esta oportunidad. Les regalo el campo, con la condición de que empiecen a buscar el tesoro inmediatamente.
Los tres hermanos, locos de alegría, aceptaron sin dudar el regalo del viejo y le prometieron cavar sin descanso. A la mañana siguiente, el anciano los llevó hasta el campo y, deseándoles suerte, se marchó. Era un campo bastante grande. La tierra estaba dura y con todo el aspecto de no haber sido tocada jamás. Las malas hierbas y los cardos cubrían todo. No era una tarea fácil.
Aunque no habían trabajado nunca, los hermanos empezaron a cavar con entusiasmo. Antes de eso, tuvieron que quemar la maleza y arrancar las raíces. Esta tarea les llevó un mes.
Al cabo de otro mes, apenas habían excavado la décima parte del campo. El entusiasmo del hermano mayor comenzó a decaer a medida que pasaba el tiempo. Tenía calambres en las manos y los pies destrozados, y el tesoro ya le estaba pareciendo un sueño inalcanzable. Un día, tiró la pala y les dijo a los otros dos:
— ¡Me voy! No hay tesoro en el mundo que me haga levantar a la madrugada para dedicarme a un trabajo tan duro por una recompensa incierta. Si alguna vez encuentran un tesoro, cosa que dudo, renuncio a él. ¡Adiós! — Y se fue, mientras los otros seguían cavando.
Pasaron el verano y el otoño. El campo estaba cavado en sus dos terceras partes y el tesoro todavía no había aparecido. Entonces, el segundo hermano le dijo al más chico:
— Creo que el viejo nos ha engañado. Ya cavamos casi todo el campo y el tesoro no aparece. Ahora llega el invierno. Hará mucho frío y nevará. Voy a irme a un país cálido y a olvidarme de todo este asunto. ¿Vendrás conmigo?
— No, hermano — contestó el menor —. De todas maneras, el campo está casi totalmente excavado. Además, confío en las palabras del viejo. Me quedo.
Así, el hermano menor se quedó solo en el campo y siguió cavando de la mañana a la noche. Y vino el invierno con sus nieves y luego la primavera, cargada de lluvias. Durante todo ese tiempo, el joven no había dejado de trabajar. Su cuerpo se había fortalecido con el ejercicio y la vida al aire libre.
Cuando el campo estuvo terminado, ya era el mes de noviembre y el joven había olvidado el motivo de su trabajo.
Pero el viento de septiembre había depositado en el campo miles de semillas que, con las lluvias de octubre, germinaron en aquella tierra rica y labrada durante todo el año. A su debido tiempo, le proporcionó al joven una abundante cosecha.
El hermano menor había encontrado por fin el tesoro que el campo guardaba. Un tesoro inagotable que, debidamente cuidado, le duró toda su vida.
Cuento de la tradición sufí
viernes, 23 de enero de 2009
La propina
Cuentan que, cierta vez, el mulá Nasrudín asistió a una casa de baños pobremente vestido y lo trataron mal. Al salir, dejó una moneda de oro de propina.
A la semana siguiente, fue ricamente vestido y se desvivieron para atenderlo. En el momento de salir, dejó una moneda de cobre, diciendo:
— Esta es la propina por el trato de la semana pasada y la de la semana pasada, por el trato de hoy.
Cuento de la tradición sufí
A la semana siguiente, fue ricamente vestido y se desvivieron para atenderlo. En el momento de salir, dejó una moneda de cobre, diciendo:
— Esta es la propina por el trato de la semana pasada y la de la semana pasada, por el trato de hoy.
Cuento de la tradición sufí
jueves, 22 de enero de 2009
El estudio del espíritu
Un monje que llevaba cierto tiempo junto a su maestro, le dijo un día:
— Desde que estoy aquí, no he recibido la menor enseñanza acerca del estudio del espíritu.
— Desde que estás aquí no he cesado de enseñarte cómo se estudia el espíritu — respondió el maestro.
— ¿De qué modo?
— Cuando me trajiste una taza de té, ¿acaso no la acepté?; cuando me serviste la comida, ¿acaso no la tomé?; cuando te inclinaste ante mí; ¿acaso no te devolví el saludo? Entonces, ¿cuándo he descuidado tu enseñanza? Si deseas ver, mira directamente. Pero si intentas pensar acerca de tu enseñanza, fallas completamente — concluyó el maestro.
Cuento de la tradición budista zen
— Desde que estoy aquí, no he recibido la menor enseñanza acerca del estudio del espíritu.
— Desde que estás aquí no he cesado de enseñarte cómo se estudia el espíritu — respondió el maestro.
— ¿De qué modo?
— Cuando me trajiste una taza de té, ¿acaso no la acepté?; cuando me serviste la comida, ¿acaso no la tomé?; cuando te inclinaste ante mí; ¿acaso no te devolví el saludo? Entonces, ¿cuándo he descuidado tu enseñanza? Si deseas ver, mira directamente. Pero si intentas pensar acerca de tu enseñanza, fallas completamente — concluyó el maestro.
Cuento de la tradición budista zen
martes, 13 de enero de 2009
La mujer perfecta
Nasrudín conversaba con un amigo, quien le preguntó:
— Entonces, ¿nunca pensaste en casarte?
— Sí pensé — respondió Nasrudín —. En mi juventud, resolví buscar a la mujer perfecta. Crucé el desierto, llegué a Damasco y conocí a una mujer muy espiritual y linda; pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo. Continué viajando y fui a Isfahan; allí encontré a una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero no era bonita. Entonces resolví ir hasta El Cairo, donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa y conocedora de la realidad material.
— ¿Y por qué no te casaste con ella?
— ¡Ah, compañero mío! Lamentablemente, ella también quería un hombre perfecto.
Cuento de la tradición sufí
— Entonces, ¿nunca pensaste en casarte?
— Sí pensé — respondió Nasrudín —. En mi juventud, resolví buscar a la mujer perfecta. Crucé el desierto, llegué a Damasco y conocí a una mujer muy espiritual y linda; pero ella no sabía nada de las cosas de este mundo. Continué viajando y fui a Isfahan; allí encontré a una mujer que conocía el reino de la materia y el del espíritu, pero no era bonita. Entonces resolví ir hasta El Cairo, donde cené en la casa de una moza bonita, religiosa y conocedora de la realidad material.
— ¿Y por qué no te casaste con ella?
— ¡Ah, compañero mío! Lamentablemente, ella también quería un hombre perfecto.
Cuento de la tradición sufí
El precio de aprender
Nasrudín decidió que podía beneficiarse aprendiendo algo nuevo y fue a visitar a un renombrado maestro de música:
— ¿Cuánto cobra usted para enseñarme a tocar la flauta? — le preguntó.
— Tres piezas de plata el primer mes; después una pieza de plata por mes — contestó el maestro.
— ¡Perfecto! — dijo Nasrudín —. Comenzaré en el segundo mes.
Cuento de la tradición sufí
— ¿Cuánto cobra usted para enseñarme a tocar la flauta? — le preguntó.
— Tres piezas de plata el primer mes; después una pieza de plata por mes — contestó el maestro.
— ¡Perfecto! — dijo Nasrudín —. Comenzaré en el segundo mes.
Cuento de la tradición sufí
lunes, 12 de enero de 2009
El caracol
Había una vez dos monjes que paseaban por el jardín de un monasterio taoísta. De pronto, uno de los dos vio en el suelo un caracol que se cruzaba en su camino. Su compañero estaba a punto de aplastarlo sin darse cuenta cuando lo detuvo a tiempo. Agachándose, recogió al animal. "Mira, hemos estado a punto de matar este caracol, y este animal representa una vida y, a través de ella, un destino que debe proseguir. Este caracol debe sobrevivir y continuar sus ciclos de reencarnación." Y delicadamente volvió a dejar el caracol entre la hierba.
"¡Inconsciente!", exclamó furioso el otro monje, “Salvando a este estúpido caracol pones en peligro todas las lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto cuidado. Por salvar no sé qué vida destruyes el trabajo de uno de nuestros hermanos”.
Los dos discutieron entonces bajo la mirada curiosa de otro monje que pasaba por allí. Como no llegaban a ponerse de acuerdo, el primer monje propuso: "Vamos a contarle este caso al Maestro, él será lo bastante sabio para decidir quién de nosotros dos tiene la razón."
Se dirigieron entonces al Maestro, seguidos siempre por el tercer monje, a quien había intrigado el caso. El primer monje contó que había salvado un caracol y por tanto había preservado una vida sagrada, que contenía miles de otras existencias futuras o pasadas. El Maestro lo escuchó, movió la cabeza, y luego dijo: "Has hecho lo que convenía hacer. Has hecho bien". El segundo monje dio un brinco. "¿Cómo? ¿Salvar a un caracol devorador de ensaladas y devastador de verduras es bueno? Al contrario, había que aplastar al caracol y proteger así ese huerto gracias al cual tenemos todos los días buenas cosas para comer. El Maestro escuchó, movió la cabeza y dijo "Es verdad. Es lo que convendría haber hecho. Tienes razón".
El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó: "¡Pero si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! ¿Cómo pueden tener razón los dos?". El Maestro miró largamente al tercer interlocutor. Reflexionó, movió la cabeza y dijo: "Es verdad. También tú tienes razón".
Cuento de la tradición taoísta
"¡Inconsciente!", exclamó furioso el otro monje, “Salvando a este estúpido caracol pones en peligro todas las lechugas que nuestro jardinero cultiva con tanto cuidado. Por salvar no sé qué vida destruyes el trabajo de uno de nuestros hermanos”.
Los dos discutieron entonces bajo la mirada curiosa de otro monje que pasaba por allí. Como no llegaban a ponerse de acuerdo, el primer monje propuso: "Vamos a contarle este caso al Maestro, él será lo bastante sabio para decidir quién de nosotros dos tiene la razón."
Se dirigieron entonces al Maestro, seguidos siempre por el tercer monje, a quien había intrigado el caso. El primer monje contó que había salvado un caracol y por tanto había preservado una vida sagrada, que contenía miles de otras existencias futuras o pasadas. El Maestro lo escuchó, movió la cabeza, y luego dijo: "Has hecho lo que convenía hacer. Has hecho bien". El segundo monje dio un brinco. "¿Cómo? ¿Salvar a un caracol devorador de ensaladas y devastador de verduras es bueno? Al contrario, había que aplastar al caracol y proteger así ese huerto gracias al cual tenemos todos los días buenas cosas para comer. El Maestro escuchó, movió la cabeza y dijo "Es verdad. Es lo que convendría haber hecho. Tienes razón".
El tercer monje, que había permanecido en silencio hasta entonces, se adelantó: "¡Pero si sus puntos de vista son diametralmente opuestos! ¿Cómo pueden tener razón los dos?". El Maestro miró largamente al tercer interlocutor. Reflexionó, movió la cabeza y dijo: "Es verdad. También tú tienes razón".
Cuento de la tradición taoísta
domingo, 11 de enero de 2009
El dóberman
Un hombre decidió suministrar dosis masivas de aceite de hígado de bacalao a su perro dóberman, porque le habían dicho que era muy bueno para su salud. De modo que cada día sujetaba entre sus rodillas la cabeza del animal, que se resistía con todas sus fuerzas, lo obligaba a abrir la boca y le vertía el aceite por el gaznate.
Pero, un día, el perro logró soltarse y el aceite cayó al suelo. Entonces, para asombro de su dueño, el perro volvió dócilmente a él en clara actitud de querer lamer la cuchara. Fue entonces cuando el hombre descubrió que lo que el perro rechazaba no era el aceite, sino el modo de administrárselo.
Cuento de origen desconocido
Pero, un día, el perro logró soltarse y el aceite cayó al suelo. Entonces, para asombro de su dueño, el perro volvió dócilmente a él en clara actitud de querer lamer la cuchara. Fue entonces cuando el hombre descubrió que lo que el perro rechazaba no era el aceite, sino el modo de administrárselo.
Cuento de origen desconocido
sábado, 10 de enero de 2009
El tonto y el cántaro
Había una vez un tonto que fue enviado con una jarra a buscar vino a la casa de un sabio y, en el camino, a causa de un descuido, rompió el recipiente contra una roca.
Cuando llegó a la casa del sabio, se presentó con el asa de la jarra y dijo:
— Fulano de Tal te enviaba esta jarra, pero una horrible piedra me la robó.
Divertido y deseando poner a prueba la coherencia del hombre, el sabio preguntó:
— Ya que el jarro fue robado, ¿por qué me ofreces el asa?
— No soy tan idiota como la gente piensa — respondió el tonto —. Traje el mango para probar mi historia.
Cuento de la tradición jasídica
Cuando llegó a la casa del sabio, se presentó con el asa de la jarra y dijo:
— Fulano de Tal te enviaba esta jarra, pero una horrible piedra me la robó.
Divertido y deseando poner a prueba la coherencia del hombre, el sabio preguntó:
— Ya que el jarro fue robado, ¿por qué me ofreces el asa?
— No soy tan idiota como la gente piensa — respondió el tonto —. Traje el mango para probar mi historia.
Cuento de la tradición jasídica
viernes, 9 de enero de 2009
El milagro del Zen
El maestro Bankei estaba un día hablando tranquilamente a sus discípulos cuando su discurso fue interrumpido por un sacerdote de otra religión. Esta religión creía en el poder de los milagros y decía que la salvación provenía de la repetición de las palabras sagradas.
Bankei escuchó atentamente y luego le preguntó al visitante qué quería decir.
El sacerdote comenzó a alardear de que el fundador de su religión podía permanecer sentado y quieto durante meses o dejar de respirar durante muchos días y pasar por el fuego sin quemarse. Cuando finalizó su charla, le preguntó al maestro: "¿Que milagros puede hacer usted?".
Bankei se limitó a contestar: "Apenas uno, cuando estoy con hambre, como y cuando estoy con sed, bebo".
Cuento de la tradición budista zen
Bankei escuchó atentamente y luego le preguntó al visitante qué quería decir.
El sacerdote comenzó a alardear de que el fundador de su religión podía permanecer sentado y quieto durante meses o dejar de respirar durante muchos días y pasar por el fuego sin quemarse. Cuando finalizó su charla, le preguntó al maestro: "¿Que milagros puede hacer usted?".
Bankei se limitó a contestar: "Apenas uno, cuando estoy con hambre, como y cuando estoy con sed, bebo".
Cuento de la tradición budista zen
jueves, 8 de enero de 2009
El león, el ratón y el gato
Había una vez un gato miserable, apaleado por los aldeanos y que vagaba por el campo, a punto de morir de hambre. En ese estado se hallaba cuando lo encontró un león, que lo invitó a compartir su cueva y a alimentarse de las sobras de sus opíparos banquetes.
Pero esta invitación no estaba inspirada por el altruismo ni por la solidaridad sino, sencillamente, porque al león le molestaba un ratoncito que vivía en algún rincón de su madriguera. Cuando el rey de la selva dormía, el ratón salía y le roía la melena.
La presencia del gato en la cueva bastó para mantener al roedor a raya y así vivieron tranquilos y felices por un tiempo. Pero cierto día, el gato cometió el error fatal de atrapar al ratón y comérselo. Al desaparecer el ratón, desapareció también el favor del león. El rey de los animales devolvió a su eficaz servidor al campo, donde tuvo que enfrentar nuevamente el hambre y los palos de los campesinos.
Cuento de origen desconocido
Pero esta invitación no estaba inspirada por el altruismo ni por la solidaridad sino, sencillamente, porque al león le molestaba un ratoncito que vivía en algún rincón de su madriguera. Cuando el rey de la selva dormía, el ratón salía y le roía la melena.
La presencia del gato en la cueva bastó para mantener al roedor a raya y así vivieron tranquilos y felices por un tiempo. Pero cierto día, el gato cometió el error fatal de atrapar al ratón y comérselo. Al desaparecer el ratón, desapareció también el favor del león. El rey de los animales devolvió a su eficaz servidor al campo, donde tuvo que enfrentar nuevamente el hambre y los palos de los campesinos.
Cuento de origen desconocido
miércoles, 7 de enero de 2009
La suerte
Había una vez un granjero que vivía en una aldea pobre y pequeña. Sus paisanos lo consideraban afortunado porque tenía un caballo que utilizaba para labrar y transportar la cosecha.
Pero un día, el caballo se escapó. La noticia corrió rápidamente por el pueblo, de modo que al llegar la noche los vecinos fueron a consolarlo por aquella grave pérdida: "¡Qué mala suerte has tenido!". La respuesta del granjero fue un sencillo "puede ser".
Pocos días después, el caballo regresó trayendo consigo dos yeguas salvajes que había encontrado en las montañas.
Enterados, los aldeanos acudieron de nuevo, esta vez para darle la enhorabuena y comentarle su buena suerte, a lo que él volvió a contestar: "puede ser".
Al día siguiente, el hijo del granjero trató de domar a una de las yeguas, pero ésta lo arrojó al suelo y el joven se rompió una pierna. Los vecinos visitaron al herido y lamentaron su mala suerte; pero el padre respondió otra vez: "puede ser".
Una semana más tarde, aparecieron en el pueblo los oficiales de reclutamiento para llevarse a los jóvenes al ejército. El hijo del granjero fue rechazado por tener la pierna rota. Al atardecer, los aldeanos que habían despedido a sus hijos se reunieron en la taberna y comentaron la buena estrella del granjero, mas éste, como podemos imaginar, contestó nuevamente: "puede ser".
Cuento de la tradición taoísta
Pero un día, el caballo se escapó. La noticia corrió rápidamente por el pueblo, de modo que al llegar la noche los vecinos fueron a consolarlo por aquella grave pérdida: "¡Qué mala suerte has tenido!". La respuesta del granjero fue un sencillo "puede ser".
Pocos días después, el caballo regresó trayendo consigo dos yeguas salvajes que había encontrado en las montañas.
Enterados, los aldeanos acudieron de nuevo, esta vez para darle la enhorabuena y comentarle su buena suerte, a lo que él volvió a contestar: "puede ser".
Al día siguiente, el hijo del granjero trató de domar a una de las yeguas, pero ésta lo arrojó al suelo y el joven se rompió una pierna. Los vecinos visitaron al herido y lamentaron su mala suerte; pero el padre respondió otra vez: "puede ser".
Una semana más tarde, aparecieron en el pueblo los oficiales de reclutamiento para llevarse a los jóvenes al ejército. El hijo del granjero fue rechazado por tener la pierna rota. Al atardecer, los aldeanos que habían despedido a sus hijos se reunieron en la taberna y comentaron la buena estrella del granjero, mas éste, como podemos imaginar, contestó nuevamente: "puede ser".
Cuento de la tradición taoísta
martes, 6 de enero de 2009
Las moras
Un día, mientras caminaba, un hombre se topó con un feroz tigre. Corrió tan rápido como pudo, pero pronto llegó al borde de un acantilado. Desesperado por salvarse, se trepó por un arbusto de moras y quedó colgando de una rama sobre el fatal precipicio.
Mientras estaba ahí colgado, dos ratones aparecieron por un agujero del acantilado y empezaron a roer la rama. De pronto, el hombre vio un racimo de moras. Las arrancó y se las llevó a la boca. ¡Estaban increíblemente deliciosas!
Cuento de la tradición budista zen
Mientras estaba ahí colgado, dos ratones aparecieron por un agujero del acantilado y empezaron a roer la rama. De pronto, el hombre vio un racimo de moras. Las arrancó y se las llevó a la boca. ¡Estaban increíblemente deliciosas!
Cuento de la tradición budista zen
lunes, 5 de enero de 2009
Ante la ley
Ante la ley hay un guardián. Un campesino se presenta frente a este guardián, y solicita que le permita entrar en la Ley. Pero el guardián contesta que por ahora no puede dejarlo entrar. El hombre reflexiona y pregunta si más tarde lo dejarán entrar.
— Tal vez — dice el centinela —. Pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
— Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; “la Ley debería ser siempre accesible para todos”, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia, el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
— Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida.
Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
— ¿Qué quieres saber ahora? — pregunta el guardián —. Eres insaciable.
— Todos se esfuerzan por llegar a la Ley — dice el hombre —; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
— Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
Cuento de Franz Kafka tomado de la Biblioteca Digital Ciudad Seva
— Tal vez — dice el centinela —. Pero no por ahora.
La puerta que da a la Ley está abierta, como de costumbre; cuando el guardián se hace a un lado, el hombre se inclina para espiar. El guardián lo ve, se sonríe y le dice:
— Si tu deseo es tan grande, haz la prueba de entrar a pesar de mi prohibición. Pero recuerda que soy poderoso. Y sólo soy el último de los guardianes. Entre salón y salón también hay guardianes, cada uno más poderoso que el otro. Ya el tercer guardián es tan terrible que no puedo mirarlo siquiera.
El campesino no había previsto estas dificultades; “la Ley debería ser siempre accesible para todos”, piensa, pero al fijarse en el guardián, con su abrigo de pieles, su nariz grande y aguileña, su barba negra de tártaro, rala y negra, decide que le conviene más esperar. El guardián le da un escabel y le permite sentarse a un costado de la puerta.
Allí espera días y años. Intenta infinitas veces entrar y fatiga al guardián con sus súplicas. Con frecuencia, el guardián conversa brevemente con él, le hace preguntas sobre su país y sobre muchas otras cosas; pero son preguntas indiferentes, como las de los grandes señores, y, finalmente siempre le repite que no puede dejarlo entrar. El hombre, que se ha provisto de muchas cosas para el viaje, sacrifica todo, por valioso que sea, para sobornar al guardián. Este acepta todo, en efecto, pero le dice:
— Lo acepto para que no creas que has omitido ningún esfuerzo.
Durante esos largos años, el hombre observa casi continuamente al guardián: se olvida de los otros y le parece que éste es el único obstáculo que lo separa de la Ley. Maldice su mala suerte, durante los primeros años audazmente y en voz alta; más tarde, a medida que envejece, sólo murmura para sí. Retorna a la infancia, y como en su cuidadosa y larga contemplación del guardián ha llegado a conocer hasta las pulgas de su cuello de piel, también suplica a las pulgas que lo ayuden y convenzan al guardián. Finalmente, su vista se debilita, y ya no sabe si realmente hay menos luz, o si sólo lo engañan sus ojos. Pero en medio de la oscuridad distingue un resplandor, que surge inextinguible de la puerta de la Ley. Ya le queda poco tiempo de vida.
Antes de morir, todas las experiencias de esos largos años se confunden en su mente en una sola pregunta, que hasta ahora no ha formulado. Hace señas al guardián para que se acerque, ya que el rigor de la muerte comienza a endurecer su cuerpo. El guardián se ve obligado a agacharse mucho para hablar con él, porque la disparidad de estaturas entre ambos ha aumentado bastante con el tiempo, para desmedro del campesino.
— ¿Qué quieres saber ahora? — pregunta el guardián —. Eres insaciable.
— Todos se esfuerzan por llegar a la Ley — dice el hombre —; ¿cómo es posible entonces que durante tantos años nadie más que yo pretendiera entrar?
El guardián comprende que el hombre está por morir, y para que sus desfallecientes sentidos perciban sus palabras, le dice junto al oído con voz atronadora:
— Nadie podía pretenderlo porque esta entrada era solamente para ti. Ahora voy a cerrarla.
Cuento de Franz Kafka tomado de la Biblioteca Digital Ciudad Seva
domingo, 4 de enero de 2009
Las albóndigas y la crisis
Había una vez un hombre que vivía al lado de una carretera donde vendía unas ricas albóndigas con pan. Estaba muy ocupado y por lo tanto no oía radio, no leía diarios ni veía televisión. Alquiló un trozo de terreno, colocó una gran valla y anunció su mercancía gritando a todo pulmón: "Compren deliciosas albóndigas calientes".
La gente se las compraba. Aumentó la adquisición de pan y carne. Alquiló un terreno más grande para poder ocuparse de su negocio, y trabajó tanto que dispuso que su hijo dejara la Universidad donde estudiaba Ciencias Comerciales a fin de que lo ayudara.
Sin embargo, ocurrió algo inesperado; su hijo le dijo: "Papá, ¿tú no escuchas la radio, ni lees los periódicos...? ¡Estamos sufriendo una grave crisis! La situación es realmente mala. ¡Peor no podría estar!".
El padre pensó: "Mi hijo estudia en la Universidad, lee los diarios, ve televisión y escucha la radio. Debe saber mejor que yo lo que está sucediendo"
Compró entonces menos pan y menos carne. Sacó el cartel de publicidad, canceló el alquiler del terreno con el fin de eliminar los gastos y ya no anunció sus ricas albóndigas con pan. Y las ventas fueron disminuyendo cada día más.
"Tenías razón, hijo mío", le dijo al muchacho. "Verdaderamente, estamos sufriendo una gran crisis".
Cuento de origen desconocido
La gente se las compraba. Aumentó la adquisición de pan y carne. Alquiló un terreno más grande para poder ocuparse de su negocio, y trabajó tanto que dispuso que su hijo dejara la Universidad donde estudiaba Ciencias Comerciales a fin de que lo ayudara.
Sin embargo, ocurrió algo inesperado; su hijo le dijo: "Papá, ¿tú no escuchas la radio, ni lees los periódicos...? ¡Estamos sufriendo una grave crisis! La situación es realmente mala. ¡Peor no podría estar!".
El padre pensó: "Mi hijo estudia en la Universidad, lee los diarios, ve televisión y escucha la radio. Debe saber mejor que yo lo que está sucediendo"
Compró entonces menos pan y menos carne. Sacó el cartel de publicidad, canceló el alquiler del terreno con el fin de eliminar los gastos y ya no anunció sus ricas albóndigas con pan. Y las ventas fueron disminuyendo cada día más.
"Tenías razón, hijo mío", le dijo al muchacho. "Verdaderamente, estamos sufriendo una gran crisis".
Cuento de origen desconocido
sábado, 3 de enero de 2009
Entre el cielo y el infierno
Un hombre le preguntó al Señor acerca del cielo y el infierno. Entonces, el Señor le dijo: "Ven, te mostraré el infierno".
Entraron en una habitación donde un grupo de personas se encontraba sentado alrededor de una enorme olla de guisado. Todos estaban desesperados y muertos de hambre. Cada persona sostenía una cuchara que tocaba la olla, pero cada cuchara tenía un mango mucho más largo que su propio brazo, de tal manera que no podía utilizarse para llevar el guisado a sus bocas. El sufrimiento era terrible.
Después de un rato, el Señor dijo: "Ven, ahora te mostraré el cielo". Entraron en otra habitación, idéntica a la primera (la olla de guisado, el grupo de personas, las mismas cucharas con mango largo). Sin embargo, allí todos estaban felices y bien alimentados.
"No comprendo", dijo el hombre. "Si todo es igual, ¿por qué están felices aquí y en la otra habitación se sienten miserables?"
El Señor respondió sonriendo: “Ah, es sencillo. Aquí aprendieron a alimentarse mutuamente".
Cuento de origen desconocido
Entraron en una habitación donde un grupo de personas se encontraba sentado alrededor de una enorme olla de guisado. Todos estaban desesperados y muertos de hambre. Cada persona sostenía una cuchara que tocaba la olla, pero cada cuchara tenía un mango mucho más largo que su propio brazo, de tal manera que no podía utilizarse para llevar el guisado a sus bocas. El sufrimiento era terrible.
Después de un rato, el Señor dijo: "Ven, ahora te mostraré el cielo". Entraron en otra habitación, idéntica a la primera (la olla de guisado, el grupo de personas, las mismas cucharas con mango largo). Sin embargo, allí todos estaban felices y bien alimentados.
"No comprendo", dijo el hombre. "Si todo es igual, ¿por qué están felices aquí y en la otra habitación se sienten miserables?"
El Señor respondió sonriendo: “Ah, es sencillo. Aquí aprendieron a alimentarse mutuamente".
Cuento de origen desconocido
viernes, 2 de enero de 2009
Estar de paso
Se cuenta que, en el siglo pasado, un turista americano fue a la ciudad de El Cairo, con el fin de visitar a un famoso sabio. El viajero se sorprendió al ver que el sabio vivía en un cuartito muy simple y lleno de libros. Las únicas piezas de mobiliario eran una cama, una mesa y un banco.
— ¿Dónde están sus muebles? — preguntó el turista.
Y el sabio, rápidamente, también preguntó:
— ¿Y dónde están los suyos?
— ¿Los míos? — se sorprendió el turista —. ¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!
— Yo también... — concluyó el sabio.
Cuento de origen desconocido
— ¿Dónde están sus muebles? — preguntó el turista.
Y el sabio, rápidamente, también preguntó:
— ¿Y dónde están los suyos?
— ¿Los míos? — se sorprendió el turista —. ¡Pero si yo estoy aquí solamente de paso!
— Yo también... — concluyó el sabio.
Cuento de origen desconocido
jueves, 1 de enero de 2009
El asno
Un día, el emperador Tamerlán recibió como regalo un asno de gran valor y lo presentó a los cortesanos, los cuales no pararon de elogiarlo.
Luego, Tamerlán se dirigió a Nasrudín y le preguntó:
— ¿Cuál es tu opinión sobre este asno?
— Por mi parte, creo que en este asno se pueden observar grandes aptitudes. Si usted me lo permite, yo podría enseñarle a leer en el espacio de algunos meses.
— Si logras hacerlo, te recompensaré muy bien — dijo Tamerlán.
Luego de algunos meses, Nasrudín se presentó con el asno en la corte y, sin decir palabra, sacó un gran libro y lo puso delante del animal. Este, inmediatamente, se puso a dar vuelta las páginas del libro con su lengua y a rebuznar cada vez que una página pasaba.
Tamerlán, sorprendido, le preguntó cómo había llegado a este resultado. Nasrudín explicó:
— El primer día que llevé el asno a mi casa, no le di nada de comer. Al día siguiente puse este libro delante de él con granos de maíz entre sus hojas, y el asno, hambriento, olfateó el grano y comenzó a dar vuelta las páginas del libro. Cuando no encontraba grano me miraba a la cara y rebuznaba. Y así yo lo acostumbré a alimentarse.
Uno de los cortesanos dijo, tratando de menospreciar el hecho:
— El asno, lo único que ha hecho es dar vuelta las páginas y rebuznar, pero no ha leído nada.
Entonces, Nasrudín, dirigiéndose a la corte, dijo:
— Un asno no puede aprender a leer más que eso. Quien pretenda enseñarle más, es realmente un asno.
Cuento de la tradición sufí
Luego, Tamerlán se dirigió a Nasrudín y le preguntó:
— ¿Cuál es tu opinión sobre este asno?
— Por mi parte, creo que en este asno se pueden observar grandes aptitudes. Si usted me lo permite, yo podría enseñarle a leer en el espacio de algunos meses.
— Si logras hacerlo, te recompensaré muy bien — dijo Tamerlán.
Luego de algunos meses, Nasrudín se presentó con el asno en la corte y, sin decir palabra, sacó un gran libro y lo puso delante del animal. Este, inmediatamente, se puso a dar vuelta las páginas del libro con su lengua y a rebuznar cada vez que una página pasaba.
Tamerlán, sorprendido, le preguntó cómo había llegado a este resultado. Nasrudín explicó:
— El primer día que llevé el asno a mi casa, no le di nada de comer. Al día siguiente puse este libro delante de él con granos de maíz entre sus hojas, y el asno, hambriento, olfateó el grano y comenzó a dar vuelta las páginas del libro. Cuando no encontraba grano me miraba a la cara y rebuznaba. Y así yo lo acostumbré a alimentarse.
Uno de los cortesanos dijo, tratando de menospreciar el hecho:
— El asno, lo único que ha hecho es dar vuelta las páginas y rebuznar, pero no ha leído nada.
Entonces, Nasrudín, dirigiéndose a la corte, dijo:
— Un asno no puede aprender a leer más que eso. Quien pretenda enseñarle más, es realmente un asno.
Cuento de la tradición sufí
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